Nació en Sabanilla, un campo del municipio de Songo- La Maya. Desde pequeño andaba detrás de los tomeguines y construía caravanas para cazar torcazas, negritos y otros pajaritos comunes en la zona.
Todavía no tenía edad para ir a la escuela y ya sabía desahijar las matas del tabaco, amarraba los terneros, pasaba la cerca del quitaipón para buscar guayabas y otras frutas.
Luisito, creció en ese ambiente campestre. De niño conocía de algunas semillas y la época en la que se sembraban, teniendo en cuenta el calendario lunar, para lograr una mejor producción; era todo un sabiondo campesino.
En las tardes, el juego de dominó devenía una gran fiesta de los guajiros de la zona que llegaban hasta casa de Luis para compartir la llegada de la noche.
Así, volvía un día y otro la misma historia. A veces se iban a los cañaverales a buscar güines para hacer papalotes o se subían en las matas a tumbar anoncillos aunque resultara un peligro.
En otras ocasiones se iban a mudar de potrero a las reses y a darles agua al río. Por supuesto, esa era buena oportunidad para darse un chapuzón.
El río era para estos niños una piscina natural, ahí jugaban, se echaban agua unos a otros porque siempre el viaje era de cuatro o cinco chicos de fincas cercanas, cazaban pececitos.
Luisito solo había ido a la ciudad por cuestiones de salud, y como no era un niño enfermizo, solo conocía bien el campo y sus dones.
Un día, preparan los cooperativistas un viaje a la playa. Esa noche no pudo dormir porque por mucho que le explicaban no tenía idea de cómo era el lugar al que lo llevarían.
Se imaginó la playa de muchas maneras, de todos los colores, de varios tamaños. Llegó la madrugada y con esta la salida del campo a la ciudad.
Arribaron a la playa, todos se bajaron, Luisito todavía no la había visto y cuando su mami se la enseñó solo le dio tiempo a expresar a toda voz:
¡Qué río más grande!
Pero su mayor sorpresa fue que cuando entró a bañarse, aquel río era de agua salada.
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