Se les escucha hablar
muy temprano. Aún cuando no he puesto a colar el café matutino, ya parten desde
el barrio hacia su trabajo.
Hacen el trayecto en
bicicleta, son unos cinco o seis kilómetros. Luego recogen la prensa,
correspondencias, giros, pagos a pensionados y otros servicios que prestan a
sus clientes y comienzan distribuirlos.
Ellos ni siquiera
saben que les estoy dedicando unas líneas. Ellos son carteros: mis vecinos
Javier y Estalin. El primero con mucho más tiempo de experiencia; el otro más
inexperto.
Como estos dos
jóvenes, otras 236 personas realizan esta labor en la provincia de Santiago de
Cuba.
Algunos en la ciudad, pero otros en el campo. A veces suben y bajan montañas y tienen que caminar varios kilómetros, pues una vivienda y otra están distantes, pero tan distantes que un grito se pierde en su propio eco y nadie lo escucha.
Los carteros han de
ser personas confiables, pues la información que trasladan, en muchas
ocasiones, es muy importante.
En los barrios se les
conoce al sonido del silbato. Y los que reparten la prensa en repartos de altos
edificios tienen brazos con muy buen alcance que supera los 10 metros.
Antes muchos eran
testigos del brillo que salía de los ojos de las esposas, madres u otros
familiares de los internacionalistas que desde Angola enviaban sus misivas.
Algunos han tenido la
oportunidad de escuchar el grito de felicidad de la novia que recibió en una
carta la propuesta de matrimonio y también han sufrido por el llanto de alguien
tras el telegrama con alguna triste noticia.
Tal vez antes eran
más las cartas; ahora son las tarjeticas nautas, pero lo cierto es que en un
tiempo y otro han estado los carteros, siempre cercanos a la gente de sus zonas
de porteo.
Despiertan temprano,
y aún cuando muchos, como yo, ni siquiera han puesto a colar el café, ya ellos
están sirviendo a sus clientes.
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