Ahora resulta una
simple historia del pasado, pero fueron momentos de tensiones y sobresaltos.
Llevaba ya 98 días
ingresada en el Hospital General Juan Bruno Zayas cuando hubo que interrumpirme
el embarazo y hacerme urgente la cesárea porque un repentino sangramiento
interrumpió la hora del almuerzo; yo tenía placenta previa oclusiva total.
Los médicos se
movilizaron y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el salón. Por muy
rápido que mis padres llegaron me encontraron operada. Ellos creían que yo
estaba bien.
Par de horas después
el instinto de madre no le falló a mi Chuchy y pregunta a la secretaria por mí.
Ella a su vez llama al médico, y entonces reúnen a mis familiares en un
cuartico donde les comunican que yo había perdido el 48% de la volemia por lo
que estaba reportada de grave y había que trasladarme a Terapia Intensiva.
Todo dependía de cómo
evolucionara y asumiera las transfusiones de sangre y plasma que me habían
puesto.
Adentro, en
recuperación, yo estuve por ratos soñolienta, pero en otras ocasiones consciente.
Yelena Santana, mi amiga desde la primaria, era una de las doctoras que estaba
de guardia y se convirtió además en mi aliento; en la mensajera entre mis
parientes y yo.
Todos estaban afuera
desesperados e inquietos. Mi bebé había sido trasladado para la Sala de
Neonatología, pues él también tuvo complicaciones en el parto. Mi madre sintió
que la luz se le apagaba (sensación de desmayo), mi padre confiaba en su aché.
Aldo enmudeció. En fin, según cuentan, todos estaban nerviosos.
Serían cerca de las 8
de la noche o algo más cuando me trasladan para la sala de terapia intensiva.
Dicen que iba más blanca que un papel, pero con la risa de oreja a oreja. No sé
qué celebraba. Bueno, sí sé, ya tenía a mi bebé, ese ser que es mi gran alegría…además,
yo estaba grave, pero no me sentía mal.
Esa primera noche fue
de vela y expectativas aunque no puedo quejarme del tin de médicos y enfermeros.
Oscar, el primer enfermero que me atendió en terapia, me decía: ¡Nalena,
duérmete!
La segunda noche me
dio fiebre. Se pusieron todos los especialistas a correr, parece que era leche acumulada
en los pechos. Jorge (El Chino), otro de los enfermeros, me ordeñó y fue
remedio santo. No obstante, me asusté…esa fiebre luego de una cesárea me puso
el corazón a millón. Pobre del Dr. Pedro que estaba de guardia y a quien le rompí
el llanto en las narices, el primero luego de la operación.
Quería conocer a mi
bebo, preguntaba por él y me decían que estaba bien, pero yo quería contemplarlo
con mis propios ojos.
Fue mucha gente a
verme. Nadie podía entrar. Solo médicos amigos tuvieron ese derecho, ¡Ay,
gracias a ellos! Gracias José Gabriel (mi gordo cuchiplún), Dayana, Leticia, López
Barroso, Elisa, Alexander Verdecia (mi eterno amigo), gracias a todos.
No sé cuántas
personas llamaron a la sala de Terapia interesándome por mi salud, mil gracias.
Rolando, el Jefe del Servicio se paró en una ocasión en el cubículo donde
estaba y me dijo que había perdido la cuenta de las veces que lo habían llamado
interesándose por mí.
Allí estuvieron la
Lilo, Átere, La Torox, Idenlis… en fin, les vivo eternamente agradecida.
Mi padre no salía de
la puerta de entrada y me mandaba besos con cuantos entraban… y yo pensando en
mi pequeño. Ya había olvidado la muerte; es que nunca la pensé… es que no me
tocaba…es que la había desafiado.
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