Desde niña mi
abuelita me leía cuentos. Tanto es así que ya los sabía de memoria y hacía como
que los leía, cuando ni siquiera sabía las vocales y colocaba los libros al
revés.
Esa constancia fue
creando en mí hábitos de lectura. Leer me gusta mucho, incluso, más de lo que
lo hago. Mi librero supera los 200 libros y siempre me parecen pocos los que
tengo.
Ir a la feria del
libro era una buena oportunidad para nuevas adquisiciones, en su mayoría muy
actualizadas. Sin embargo, he hecho cierta resistencia a caminar por los stands
de la XXV Feria del libro en Santiago de Cuba.
Ayer cuando terminé
de trabajar me “di un saltico” hasta el Teatro Heredia y salí, no diría que
decepcionada, pero sí muy preocupada.
Los exuberantes precios
de algunos libros aíslan a los lectores de tan solo preguntar cuánto cuestan.
Los jóvenes y niños prácticamente
no leen. Y si a eso se le suma los precios exorbitantes, pues qué pasará entonces.
Temo que los precios de los libros atenten, aún más, con el ya olvidado hábito
de lectura.
También me preocupan
el diseño y las imágenes de los libros infantiles que se están comercializando
actualmente.
Son imágenes
abstractas que el niño no puede definir con claridad, pues lo mismo parece un
perro que un ternero.
Los niños necesitan
de libros con imágenes que los ayuden a conocer el mundo exterior y a identificar
lo real desde una impresión en papel.